Esa noche a mitad de semana, cerca de las once, Mariana se pasó un buen rato estacionada frente a la casa de Honduras, en el barrio de Palermo, que luego se decidió a comprar. No se veía un alma por la calle, tanto que pensó que la tranquilidad le daba un poco de miedo. Hace quince años de esto. Ahora el barrio que ella describe está en las antípodas: se convirtió en Palermo Hollywood, una zona de Buenos Aires donde bares, restaurantes y boliches ocuparon los lugares de las casas de familia, los vecinos históricos que, de a poco, se fueron yendo.
Mariana también quiere irse y esa es la razón por la que no quiere dar su apellido, ni permitir fotos en el frente de su casa. «Tengo que vender. Hace años que quiero vender», dice, varias veces en la entrevista con LA NACION. Son las seis de la tarde, el living de su casa aún no recibe la música tipo marcha del bar contiguo, que se transforma en boliche con DJ en vivo.
Cuenta que en estos años ya padecieron los más variados problemas con los nuevos inquilinos: ruidos molestos, humedad, extractores que no funcionan, bolsas de basura frente a su casa, tránsito imposible. «Era un barrio de familias. Durante el día había más o menos movimiento porque estaba el canal América; pero en los últimos años explotó de día y de noche. Abrieron muchas productoras y no tenés nunca lugar para estacionar; además están los restaurantes que funcionan al medio día y a la noche. Después, tenés los bares/boliche que empezaron a brotar«, relata Mariana.
El cambio de entorno empezó a complicar su vida. Con el primer restaurante que se instaló al lado de su casa el grave problema fue un extractor que funcionaba en la terraza vecina, pegada a la suya, y que desparramaba grasa al punto que la familia la clausuró. «No se usó más ni para tender ropa, ni para estar. Porque subía la grasa y en la terraza salía algo que giraba, como un dispersor de grasa, entonces ensuciaba el piso, la ropa, todo«, recuerda. Habla de una «pelea a muerte» con los vecinos. Dos años vivieron así hasta que los inquilinos se terminaron yendo porque al parecer no les iba bien.
Luego vino otro restaurante. «Cambió el extractor», aclara, como si fuera un hito en su vida. Mariana pensó que todo iría mejor esta vez. Pero habilitaron la terraza en verano y la alquilaban para fiestas de quince. «Ponían karaoke. Era como tener el karaoke acá adentro», se toma la cabeza de sólo pensar en esas épocas. Hizo tantas denuncias que logró que suspendieran el servicio de fiestas. En esa época, frente a ese restaurante abrió otro, tipo parrilla. Fue un caos de gente. «Se puso de moda, servían bien, barato, no sé. Para nosotros eran un infierno esos dos locales juntos», dice.
Ahora no la pasan mucho mejor. El bar que se instaló hace casi un año varias veces por semana contrata a un DJ y pone música en un local que no tiene aislamiento acústico. «Sigue siendo la misma casa del 1800 con puertas de vidrio, pero lo usan como un boliche. No sólo eso sino que habilitaron la terraza y ponen parlantes, con lo cual es como tener un boliche ahí pegado, al aire libre», relata. Las terrazas están separadas por una medianera. Incluso Mariana construyó su habitación allí para escapar a los ruidos de la calle. Pese a estar preparada con vidrios dobles la música le resulta «enloquecedora».
A sus hijos adolescentes también les molesta. A veces, en solidaridad con su madre, van a mitad de la noche a pedir si pueden bajar la música. «Por el ruido del boliche de al lado he tenido episodios de bajar en pijama a las tres de la mañana de un miércoles, pararme en el medio del boliche con toda esa gente tomando tragos de no sé qué cuernos y yo, hecha una loca a los gritos pelados, pedir que bajen la música. En el medio, sacada, no era yo. Y salía y revoleaba sillas«, dice, la misma mujer que conversa amable desde hace una hora en su living. «Como una cosa de bronca. Porque no podés creer que nadie pueda hacer nada con esto. Yo quiero dormir no estoy pidiendo nada de otro mundo«. La respuesta que recibe de los dueños de la noche es que ni sueñe con que bajen la música: la música aumenta el consumo de alcohol y ese es el negocio.
Al ruido lo sufren todos en la casa. «Como la habitación de mi hija Vicky da a la calle ella además padece a los que toman en la vereda. Cuando se levanta su frase es: ‘No sabés lo que fue anoche’. Lo que pasa es que salen borrachos a cualquier hora de los boliches de por acá. Estacionaron los autos, ni se acuerdan dónde y gritan, andan de acá para allá, prenden los autos con música y no se van. Se quedan, se quedan, se quedan», repite Mariana. Suena cansada.
No son sólo gritos. Encuentran botellas, también orinan en el frente de la casa. «A veces, hemos encontrado a alguno muy borracho tirado acá. En ese caso no podemos hacer más que llamar a la policía, pero si no hizo ningún destrozo no lo pueden venir a buscar», comenta. Además de personas, también se encuentra con autos frente a su garaje. No respetan ni el cartel de no estacionar, ni la línea amarilla; ni los trapitos los intimidan. «Tenemos trapitos, que todo el mundo los odia pero yo los amo porque evitan que me estacionen en el garaje», dice. Aunque admite que no siempre da resultado. A veces ellos se distraen o directamente no les hacen caso y estacionan frente al garaje.
Ya sabe que si llama a la policía le hacen la multa pero no llevan el auto. Recuerda, no sin pudor, las miles de veces que se metió al restaurante del lado a buscar al dueño del vehículo. «Entraba, me paraba en la mitad del lugar y empezaba a gritar: ¿Quién estacionó en mi garaje? Entonces por ahí se levantaba uno y decía: ¡Ay, perdón! Otras veces no aparecía nadie, pese a que iba mesa por mesa», cuenta. Ella se paraba indignada frente a su casa esperando al infractor. La mayoría de las veces se cansaba antes y se iba. Cuando volvía, la entrada ya estaba libre.
Casi en la despedida, cuando empieza a cansarse de repasar los temas por los que quiere vender a toda costa, se acuerda: «¡La basura! Es un tema porque hay muchos restaurantes. Ninguno quiere tener su basura en la entrada. Los del frente me ponen el carrito en la puerta del garaje, imposible de mover lleno de basura. Entonces salgo con el auto y lo tiro a la mitad de la calle. Ahí lo dejo», dice. Como no alcanzan los contenedores empiezan a dejar cosas en la calle. «Más de una vez me encontré con bolsas negras llenas de carcasas de pollos puestas debajo de mi árbol», dice.
Todo esto está registrado en una veintena de denuncias. «Estamos con presentaciones judiciales y mediaciones a pleno. Pero cuando te hacen ver que eso se vuelve el centro de tu vida te das cuenta de que no vale la pena. Por eso me quiero ir de acá», dice. Hace el esfuerzo de minimizar su fastidio cotidiano, pero no le resulta fácil. Muestra, como evidencia de su karma, el cuaderno que tiene con denuncias -más de catorce- y sus respectivos días y horarios -miércoles, jueves, viernes; 2, 3, 4 de la madrugada- y el estado en que están -la mayoría no prospera. «Si no las seguís de cerca, te archivan las causas. Mañana tengo que llamar por una a ver qué pasó que nunca vino el inspector a constatar«, dice, como para sí.
Fuente: La Nacion
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