Vivir incómodo: el infierno de dormir entre ruidos, temblores y carteles luminosos

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Vivir pegado a una autopistasentir el temblor de la casa por el paso del trenescuchar los llantos de la sala velatoria de al ladoconvivir con un taller de motos. La lista de lugares incómodos para vivir podría seguir en una parrafada interminable.

Gloria, Camila y Mariana traen como ejemplos sus pequeños infiernos cotidianos. A Gloria le instalaron frente a su casa un cartel luminoso que funciona como un televisor gigante que no se apaga nunca. Camila vive entre una estación de bomberos y una central de policía; las sirenas, que se encienden hasta cinco veces por día, la obligan a pausar su vida mientras el terror lo ocupa todoMariana, que compró su casa en una zona tranquila de Palermo a fines de los 90, hoy padece la música de multitud de bares, las parvas de basura de restaurantes, los desechos de borrachos y la imprudencia de automovilistas que estacionan frente a su garaje y la dejan presa en su casa durante horas.

EL CARTEL LUMINOSO DE GLORIA

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Gloria Slemenson compró la casa donde vive, en la avenida Federico Lacroze 3472, en el barrio de Colegiales, en 2006. Estilo antiguo, tres ventanales alargados, altísimos en el frente. El sol de primera hora de la tarde, justo sobre el sofá donde dormiría su siesta. Así lo hizo durante seis años. Su vida cambió cuando el teatro que había frente a su casa se convirtió en la radio Vorterix y se instaló un cartel luminoso que ocupa todo su frente y se refleja con sus luces de colores hasta en el último rincón de su hogar, hasta entonces, apacible.

«Nos pusieron esta especie de televisor que no se apaga nunca y que pasa las mismas publicidades continuamente y no nos permite decidir cuánta luz queremos tener, si queremos estar a oscuras. Es un constante movimiento, un estímulo que no para de molestarte los ojos», dice Gloria, y su voz es una mezcla de queja y bronca. Ella lo llama impotencia. También dice que es un odio el que le genera a veces. «Quilmes, Pepsi, Movistar, Samsung y Sion. Hace poco agregaron una de Halls», recita de memoria el listado de publicidades. «Después las caras de ellos, los de la radio; tengo ganas de tirarles con dardos», se sincera.

La rutina de la familia, que también integran sus dos hijas adolescentes, cambió con este artefacto inmenso que parpadea incansable. «Si querés ver televisión en el living tenés que cerrar las persianas, si querés leer tranquila o usar la computadora, también. Es todo un preparativo cada vez», dice Milena, una de las hijas, instalada en la sala de estar, el lugar donde «ya no se puede estar». Irrita, estresa estar en ese pseudo boliche bailable.

Es de noche, el momento en que el cartel no tiene nada que envidiarle al que aparece en el capítulo del negocio de pollos en la serie Seinfeld. Mientras madre e hija hablan de espaldas a los ventanales sus caras se vuelven rojas, blancas, rojas otra vez. En los cuadros también rebota la luz del armatoste. Cuentan que el espacio central de la casa ahora se usa menos. A veces, prefieren comer en la cocina para no recibir de lleno el impacto del «nuevo integrante de la familia», como le dicen. En la cocina no se escapan por completo, sólo se reduce el efecto. En la ventana que da al patio, ya no se ve el jardín: también se dibuja el cartel. Publicidades, recitales, las caras de los locutores tamaño gigante.

«Cuando hice una reunión por mi cumpleaños, las primeras dos horas toda la gente estaba hablando del cartel, porque es el nuevo protagonista de la casa. Es una invasión total», se lamenta Gloria, que es arquitecta y cuenta lo mucho que le costó conseguir una casa que le gustara. Su casa le encanta, a no ser, claro, por el detalle del cartel. «Cuando mi otra hija festejó su cumpleaños los amigos le decían: ‘Qué linda tu casa, lástima el cartel’, lo dice con pena. Se toma la cabeza. Estar un rato en su casa produce dolor de cabeza.

Recuerda que cuando eligió vivir en esta casona dedicó tiempo a la iluminación. Dicroicas en ambos extremos de la biblioteca; lámparas focalizadas sobre los cuadros, la luz principal más potente, una más tenue en la zona del sillón. Todo quedó anulado. Aún cuando todas las luces de la casa de Gloria estén apagadas, parece que el televisor no cesara nunca.

«Para no tener el parpadeo tendríamos que vivir con las persianas cerradas, herméticas y además colgar frazadas negras para que no se filtre. Y la realidad es que a mí me gusta vivir con las persianas abiertas y me gusta ver la calle y me gusta el barrio y el edificio donde está el cartel, que es un edificio antiguo que tenía un frente que estaba bien. . Hace un año y el enojo no pasa.

Agotó varias instancias de diálogo: intentó que la atendieran en el edificio de enfrente, trató de conversar con vecinos -como no les da de lleno el cartel, dijeron que en sus departamentos viven como si todas las noches hubiera relámpagos-, hizo al menos siete denuncias en el CGP de su barrio, en el gobierno porteño, una presentación en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, participó de una mediación, pero no tuvo suerte. «Ahí está», dice, señala hacia la luz roja, blanca, roja otra vez.

Gloria pensó en mudarse, pero no le parece justo. «Me gusta mucho mi casa. Me da bronca que me la arruinen», dice. «¡Esa propaganda es la peor!», interrumpe Milena. El cartel es la atención de las miradas. «Cartel luminoso, es una trampa, es una publicidad de Sion», lee en voz alta. «Parece una cargada».

CAMILA Y LOS RUIDOS MOLESTOS

Cuando Camila alquiló un departamento en un noveno piso de la calle Camargo 673, en el barrio de Villa Crespo, no prestó atención a sus vecinos. De un lado, un cuartel de bomberos, del otro, una sede de la policía federal, en el contrafrente un colegio, con jardín de infantes incluido. Las tres veces que fue a verlo no vio autobombas, ni patrulleros, ni chicos. Ningún sonido extraño que la alertara.

Pero esa primera noche en su nueva casa, cuando todavía tenía la mayoría de sus cosas en cajas, empezó a sonar una sirena que la paralizó. «Estaba cenando tranquila después de un día de ir y venir con cosas cuando arrancó una alarma muy fuerte, muy chillona. Me cuesta describirla«, dice. «Me asusté, no sabía qué pasaba. Parecía que sonaba adentro de mi casa«, cuenta a LA NACION ahora, casi un año después del episodio imborrable.

Se asomó al balcón de su pequeño departamento y los vio. «Los bomberos se movían rápido, con gracia; cada uno parecía saber qué hacer. Algunos se iban poniendo sus trajes por el camino. Deben haber sido pocos minutos pero para mí, fueron eternos», dice. Ella los miraba. No podía hacer otra cosa más que quedarse ahí esperando que el autobomba se llevara ese agudo total. Esa noche no ocurrió, pero a veces se unen los patrulleros de la comisaría. Camila ahora ya sabe eso y sabe también que la sirena de los bomberos puede sonar hasta cinco veces por día.

«Mientras suena es una invasión total, olvidate de hacer nada», dice. La vida se pone en pausa. Si Camila estaba cocinando, tiene que dejar de hacerlo. Si escuchaba música, debe apagarla. Si hablaba por teléfono, se ve obligada a cortar. Si miraba una película, pone stop. Si dormía, se desvela. Incluso en la pileta de la terraza se paralizan todos.

«A la gente que me conoce no le digo de este problema. A veces tengo visitas y si se lo encuentran, se lo encuentran. ¿Qué pasa?, me dicen. Todos se quedan paralizados, no entienden nada», cuenta. En sus caras revive sus primeras veces. «Se nota que el sonido los altera».

Con la policía es menos grave, admite. Los escucha menos porque están en el contrafrente. «.

Su primera mañana en el nuevo hogar también fue memorable. Se despertó cerca de las nueve cuando sonó el primer timbre del recreo. Desde la ventana de su cuarto subían los gritos de los chicos que corrían por el patio, cantaban, jugaban. «A la mañana me despiertan ellos sí o sí; quiera o no son mi despertador», dice. Camila cuenta que hay días en que le resulta alegre mirarlos divertirse y se los queda mirando, aún somnolienta. «Otras veces me dan ganas de que se callen y dejen de gritar. Porque tienen cantitos grupales, también a veces se cargan entre sí a los gritos», explica.

Un universo nuevo de voces agudas. Nada comparable con la sirena de los ágiles hombres de mamelucos y cascos.

MARIANA Y EL CAOS DE VIVIR EN PALERMO HOLLYWOOD

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Esa noche a mitad de semana, cerca de las once, Mariana se pasó un buen rato estacionada frente a la casa de Honduras, en el barrio de Palermo, que luego se decidió a comprar. No se veía un alma por la calle, tanto que pensó que la tranquilidad le daba un poco de miedo. Hace quince años de esto. Ahora el barrio que ella describe está en las antípodas: se convirtió en Palermo Hollywood, una zona de Buenos Aires donde bares, restaurantes y boliches ocuparon los lugares de las casas de familia, los vecinos históricos que, de a poco, se fueron yendo.

Mariana también quiere irse y esa es la razón por la que no quiere dar su apellido, ni permitir fotos en el frente de su casa. «Tengo que vender. Hace años que quiero vender», dice, varias veces en la entrevista con LA NACION. Son las seis de la tarde, el living de su casa aún no recibe la música tipo marcha del bar contiguo, que se transforma en boliche con DJ en vivo.

Cuenta que en estos años ya padecieron los más variados problemas con los nuevos inquilinos: ruidos molestoshumedadextractores que no funcionan, bolsas de basura frente a su casa, tránsito imposible. «Era un barrio de familias. Durante el día había más o menos movimiento porque estaba el canal América; pero en los últimos años explotó de día y de noche. Abrieron muchas productoras y no tenés nunca lugar para estacionar; además están los restaurantes que funcionan al medio día y a la noche. Después, tenés los bares/boliche que empezaron a brotar«, relata Mariana.

El cambio de entorno empezó a complicar su vida. Con el primer restaurante que se instaló al lado de su casa el grave problema fue un extractor que funcionaba en la terraza vecina, pegada a la suya, y que desparramaba grasa al punto que la familia la clausuró. «No se usó más ni para tender ropa, ni para estar. Porque subía la grasa y en la terraza salía algo que giraba, como un dispersor de grasa, entonces ensuciaba el piso, la ropa, todo«, recuerda. Habla de una «pelea a muerte» con los vecinos. Dos años vivieron así hasta que los inquilinos se terminaron yendo porque al parecer no les iba bien.

Luego vino otro restaurante. «Cambió el extractor», aclara, como si fuera un hito en su vida. Mariana pensó que todo iría mejor esta vez. Pero habilitaron la terraza en verano y la alquilaban para fiestas de quince. «Ponían karaoke. Era como tener el karaoke acá adentro», se toma la cabeza de sólo pensar en esas épocas. Hizo tantas denuncias que logró que suspendieran el servicio de fiestas. En esa época, frente a ese restaurante abrió otro, tipo parrilla. Fue un caos de gente. «Se puso de moda, servían bien, barato, no sé. Para nosotros eran un infierno esos dos locales juntos», dice.

Ahora no la pasan mucho mejor. El bar que se instaló hace casi un año varias veces por semana contrata a un DJ y pone música en un local que no tiene aislamiento acústico. «Sigue siendo la misma casa del 1800 con puertas de vidrio, pero lo usan como un boliche. No sólo eso sino que habilitaron la terraza y ponen parlantes, con lo cual es como tener un boliche ahí pegado, al aire libre», relata. Las terrazas están separadas por una medianera. Incluso Mariana construyó su habitación allí para escapar a los ruidos de la calle. Pese a estar preparada con vidrios dobles la música le resulta «enloquecedora».

A sus hijos adolescentes también les molesta. A veces, en solidaridad con su madre, van a mitad de la noche a pedir si pueden bajar la música. «Por el ruido del boliche de al lado he tenido episodios de bajar en pijama a las tres de la mañana de un miércoles, pararme en el medio del boliche con toda esa gente tomando tragos de no sé qué cuernos y yo, hecha una loca a los gritos pelados, pedir que bajen la música. En el medio, sacada, no era yo. Y salía y revoleaba sillas«, dice, la misma mujer que conversa amable desde hace una hora en su living. «Como una cosa de bronca. Porque no podés creer que nadie pueda hacer nada con esto. Yo quiero dormir no estoy pidiendo nada de otro mundo«. La respuesta que recibe de los dueños de la noche es que ni sueñe con que bajen la música: la música aumenta el consumo de alcohol y ese es el negocio.

No son sólo gritos. Encuentran botellas, también orinan en el frente de la casa. «A veces, hemos encontrado a alguno muy borracho tirado acá. En ese caso no podemos hacer más que llamar a la policía, pero si no hizo ningún destrozo no lo pueden venir a buscar», comenta. Además de personas, también se encuentra con autos frente a su garaje. No respetan ni el cartel de no estacionar, ni la línea amarilla; ni los trapitos los intimidan. «Tenemos trapitos, que todo el mundo los odia pero yo los amo porque evitan que me estacionen en el garaje», dice. Aunque admite que no siempre da resultado. A veces ellos se distraen o directamente no les hacen caso y estacionan frente al garaje.

Ya sabe que si llama a la policía le hacen la multa pero no llevan el auto. Recuerda, no sin pudor, las miles de veces que se metió al restaurante del lado a buscar al dueño del vehículo. «Entraba, me paraba en la mitad del lugar y empezaba a gritar: ¿Quién estacionó en mi garaje? Entonces por ahí se levantaba uno y decía: ¡Ay, perdón! Otras veces no aparecía nadie, pese a que iba mesa por mesa», cuenta. Ella se paraba indignada frente a su casa esperando al infractor. La mayoría de las veces se cansaba antes y se iba. Cuando volvía, la entrada ya estaba libre.

Casi en la despedida, cuando empieza a cansarse de repasar los temas por los que quiere vender a toda costa, se acuerda: «¡La basura! Es un tema porque hay muchos restaurantes. Ninguno quiere tener su basura en la entrada. Los del frente me ponen el carrito en la puerta del garaje, imposible de mover lleno de basura. Entonces salgo con el auto y lo tiro a la mitad de la calle. Ahí lo dejo», dice. Como no alcanzan los contenedores empiezan a dejar cosas en la calle. «Más de una vez me encontré con bolsas negras llenas de carcasas de pollos puestas debajo de mi árbol», dice.

Todo esto está registrado en una veintena de denuncias. «Estamos con presentaciones judiciales y mediaciones a pleno. Pero cuando te hacen ver que eso se vuelve el centro de tu vida te das cuenta de que no vale la pena. Por eso me quiero ir de acá», dice. Hace el esfuerzo de minimizar su fastidio cotidiano, pero no le resulta fácil. Muestra, como evidencia de su karma, el cuaderno que tiene con denuncias -más de catorce- y sus respectivos días y horarios -miércoles, jueves, viernes; 2, 3, 4 de la madrugada- y el estado en que están -la mayoría no prospera. «Si no las seguís de cerca, te archivan las causas. Mañana tengo que llamar por una a ver qué pasó que nunca vino el inspector a constatar«, dice, como para sí..

Fuente: La Nacion
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