Clarín acompañó a un sobreviviente cuando desarmaban su casa.
A Néstor le cuesta bajar la cabeza. Casi no parpadea. Su mirada permanece fija en esa estructura maciza que aún está en pie. Parado en la esquina de Salta y Oroño observa perplejo cómo un grupo de operarios empieza a demoler el edificio en el que vivió 12 años. Sus ojos transmiten dolor, impotencia. Todavía no logra entender por qué pasó lo que pasó. Mientras contempla lo que queda del cuarto piso, en donde estaba su departamento, se hace preguntas que no tienen respuesta. Dice, sin embargo, tener una única certeza. Sabe que el 6 de agosto, el día que Rosario sufrió la mayor tragedia de su historia, su vida cambió. Que, pese a su entereza, nada será igual desde aquella fatídica explosión que se cobró la vida de 22 personas. Entre ellas, la de Domingo, su suegro.
Néstor –uno de los 250 damnificados por la explosión– fue ayer testigo de cómo se puso en marcha la última etapa de la remoción de los bloques de cemento de las dos torres que quedaron en pie. Ya sin tabiquería ni mamposterías, ambas estructuras perderán altura en forma progresiva. Las vigas, columnas y losas serán cortadas, piso por piso, y su material retirado en grúas hasta la planta baja. En total, se sacarán 1.200 metros cúbicos de escombros. La tarea, a cargo de la empresa Milici S.A, demandará tres meses. El objetivo es dejar un “gran hueco” en el medio de la manzana.
Al mirar las paredes que conformaban su casa, Néstor admite que lo invade un “dolor y una angustia difícil de describir” por saber que nunca más volverá a pisar ese departamento. Con las pocas pertenencias que logró recuperar –ayer le comunicaron que hay una caja a su nombre con objetos que encontraron en su departamento–, se mudó a una vivienda que les dejó un familiar. “La idea es ahorrar mes a mes para volver a ser propietario. Todavía nos estamos acomodando, no es fácil”, narra.
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