También tendría que hincar su diente en la desaprensión con que los camioneros hacen circular sus mastodónticos vehículos fuera de la denominada red de tránsito pesado, en la irrespetuosa omisión de los horarios habilitados para la carga y descarga de esos vehículos en la vía pública, en las frecuentes frenadas tanto de esos rodados como de los colectivos en el límite de lo admisible y en la propensión de los colectiveros a incurrir en un sinnúmero de infracciones; entre ellas, desde la lesiva ignorancia de las frecuencias pautadas hasta la falta total de respeto a las señales de tránsito.
Por ahora, el control de las emisiones ruidosas de motores y caños de escape será realizado tres días por semana y en lugares críticos de la ciudad, escogidos de manera sorpresiva. Inspectores de los ministerios de Medio Ambiente y de Gobierno, secundados por policías, se harán cargo de las mediciones que, asimismo, incluirán cuánto humo expele cada vehículo inspeccionado.
Es obligación legal que los camiones y los colectivos mantengan durante toda su vida útil los mismos niveles de emisión de sonidos con los cuales salen de las respectivas fábricas. Comprobada la existencia de una irregularidad, sus responsables serán sancionados con la interdicción del camión o del colectivo, mediante una faja cruzada en su parabrisas o la máquina expendedora de boletos, y deberán oblar multas de entre 1000 y 50.000 pesos. Una vez reparado el inconveniente, el camión o el colectivo tendrá que someterse a una segunda revisión antes de ser autorizado a volver a circular.
De una vez por todas es menester poner manos a la tarea de concretar el pleno e inexcusable acatamiento de la normativa vigente para el tránsito urbano.
Muchísima gente se comporta, en esta materia y en muchas otras, como si por arte de magia hubiese sido eximida o excusada del cumplimiento de la ley. Allí, pues, se encuentra uno de los orígenes de la anomia generalizada que desde hace tantos años distingue negativamente al país y a quienes lo habitamos.
Salta a la vista que los camiones cargados hasta el tope marchan desaprensivamente por las avenidas y calles por las cuales tienen prohibido hacerlo, e incluso incursionan por las estrechas vías del radio más céntrico de la ciudad.
Ni hablar de que cargan y descargan cuando y donde se les viene en gana. Respecto de los colectivos, tampoco es un misterio que exceden la velocidad máxima si es que «van» atrasados o disminuyen su andar hasta taponar la calzada, si es que «vienen» adelantados. Son apenas dos botones de muestra de un larguísimo rosario de infracciones cometidas al amparo de la inexplicable permisividad policial.
Era hora, entonces, de que las autoridades porteñas se hiciesen cargo de esa responsabilidad -una de las pocas que hasta ahora les concede el restringido régimen de autonomía de la ciudad de Buenos Aires- y le prestasen este importante servicio a una comunidad que no tiene otros recursos legítimos para hacerse respetar.
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