Son una serie de cursos de agua que corren entubados, como el conocido Maldonado, y provocan inundaciones.
Debajo de las calles de Buenos Aires, bajo los asfaltos, baldosas y edificios, corren silenciosos los arroyos porteños. El Maldonado y el Vega hoy son los más famosos. El Medrano, el White, el Ochoa-Elia, el Cildañez y otros esperan subterráneos el momento de demostrar que siguen vivos. “Buenos Aires creció con una actitud de negación de la naturaleza, como si la ciudad fuera una cosa distinta que el campo”, me dice Antonio Elio Brailovsky, escritor y economista especializado en historia ambiental. Me explica que la decisión de entubar los arroyos es coherente con la idea de usarlos como cloacas. Se me ocurre que siempre imaginamos a la Ciudad plana como una mesa, sin relieves, y sin embargo tiene puntos altos y bajos, cuencas que desaguaban en los antiguos arroyos y bajos que siempre se inundaron. La topografía porteña se borró de nuestra memoria, así como también lo hicieron sus arroyos (hoy entubados) y sus zonas inundables. Antes, el valle de inundación del Riachuelo, por caso, tenía nombre y apellido: Los Bañados de Pereyra. Fueron secados a principios del siglo pasado y, el arroyo, entubado.
“El comportamiento de un arroyo entubado es peor que a cielo abierto, porque libre, el curso de agua no tiene obstáculos y entubado sí”, asegura Brailovsky, y agrega que al entubarse desaparece de la vista su zona de desborde natural. “Se hizo para esconder las zonas de riesgo y generar valorización inmobiliaria”, aclara. El famoso arroyo Maldonado, entubado entre el 29 y el 33, fue uno de los límites porteños hasta 1887, cuando se anexaron como barrios los pueblos de Belgrano y Flores. Pero cuando se fundó Buenos Aires por segunda vez, el límite Sur era un pequeño arroyo, el Zanjón de Granados, también conocido como Tercero del Sur. El límite norte era el Zanjón de Matorras (o Tercero del Medio). El Manso corría por donde está la avenida Pueyrredón y fue el límite occidental de la ciudad por mucho tiempo. La geografía era cosa de todos los días.
Buenos Aires esconde muchos arroyos aún. En el Norte, el arroyo White corre bajo las calles Campos Salles y Rubén Darío, en Núñez, y desemboca en la Ciudad Universitaria. Este curso se llamó Cobos y de los Membrillos a principios del siglo XX. Además, cerca de allí corre el arroyo Medrano, bajo las avenidas Ruiz Huidobro y García del Río. En el Sur, el arroyo Ochoa-Elia cursa entubado bajo Nueva Pompeya hasta el Riachuelo. Y otros seis pequeños arroyos hacen lo mismo bajo la La Boca y Barracas.
A fines del siglo XIX, por detrás de la Estación Constitución nacía el arroyo Granados, bajaba por la calle
Perú y continuaba por Bolívar, se unía a otros arroyos y terminaba en el Río de la Plata. El Matorras nacía en Independencia y Entre Ríos, formaba una laguna y bajaba por Talcahuano para terminar en otra laguna que se llamaba Zamudio y ocupaba lo que ahora es la Plaza Lavalle, para desembocar luego al Río bajo lo que hoy es el Microcentro. Otro arroyo con lagunas y bañados era el Manso, que nacía de dos lagunas ubicadas en el área de Venezuela y Saavedra, corría por 24 de Noviembre, Corrientes, cruzaba el barrio del Once y salía por Sánchez de Bustamante hasta Palermo.
“Ninguna obra soluciona el problema de las inundaciones definitivamente”, me dice Brailovsky y pienso que habría que aprender a convivir con ellos, cambiar códigos, crear zonas inundables sin viviendas, no hacer garajes subterráneos en áreas de riesgo y estar preparados para cuando la naturaleza reclame su lugar. “En Mar del Plata hay señalización en las zonas inundables, en Chile se educa para los terremotos –insiste Brailovsky–, aquí deberíamos tener estrategias para bajar los riesgos al mínimo”.
POR MIGUEL JURADO
Fuente: Clarin Arquitectura
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