Una mirada crítica a la evolución (¿involución?) del profesional argentino y el derrumbe paralelo de su contexto.
“Hoy muchos tienen título, pero no tienen oficio. Y lo que era vocación, se volvió trámite.”
No fue solo la arquitectura la que se fue vaciando. No fue solo el derecho el que perdió prestigio.
Fue la Argentina entera la que se fue cayendo, arrastrando consigo el sentido profundo del ejercicio profesional.
Hubo un tiempo en que un arquitecto tenía calle, dibujo y visión. En que un abogado era temido no por el código que recitaba, sino por el criterio que ejercía.
La Argentina aún creía en sí misma. El país construía hospitales, represas, planes urbanos, leyes sociales.
La universidad era pública, exigente, formadora de figuras de peso. El profesional era parte de un proyecto nacional.
Recibirse era un acto casi sagrado. La palabra “profesional” aún tenía peso.
Antes de que el título se vaciara, hubo arquitectos que pensaban en escalas humanas y nacionales.
Le Corbusier dejó un plan director para Buenos Aires.
Mario Roberto Álvarez diseñó el Teatro San Martín y el edificio IBM.
Clorindo Testa creó el Banco de Londres y la Biblioteca Nacional.
Carlos Peralta Ramos proyectó Mar del Plata con visión integral.
Amancio Williams convirtió su obra en una forma de pensamiento.
Muchos de ellos no tuvieron redes sociales. Pero dejaron ciudades. Dejaron país.
Arturo E. Sampay, Norberto Centeno, Carlos Cossio: juristas con visión estatal y humanista.
Desde el constitucionalismo social a los fundamentos del derecho del trabajo, marcaron el rumbo de una abogacía con proyecto de país.
En esa época los derrumbes no eran estructurales. El Estado construía, el control funcionaba.
Lo que comenzaba a fracturarse era la confianza institucional tras los golpes militares.
Llega la democracia y también el ajuste. Se tecnifica el saber, pero se fragmenta. Posgrados sin calle, profesional sin calle.
El país oscila entre inflación y escepticismo. La universidad se vuelve respuesta tardía a problemas estructurales.
La arquitectura empieza a intervenir en villas de emergencia o a diseñar torres abstractas como en Catalinas Norte.
La abogacía se vuelve más técnica pero menos comprometida.
Figuras destacadas: Rafael Bielsa, Zaffaroni, Badeni. Aún hay pensamiento, pero la conexión con el país real empieza a diluirse.
Se aflojan los controles. El caso LAPA (1999) marca la responsabilidad difusa entre técnica y política.
El Estado empieza a mostrar fisuras. La arquitectura se fragmenta entre emergencia y espectáculo.
El título se vuelve exprés. El arquitecto no construye. El abogado no litiga.
El saber se hace trámite.
Abogados como Burlando, Arietto o Beraldi muestran una profesión mediática, judicializada, al filo de la política y del espectáculo.
En arquitectura, los derrumbes se multiplican: Beara, Rosario, San Miguel. Ya no se cae una pared. Se cae el sistema.
Frente a todo esto, hay quienes no se resignan. Donde la técnica se cruza con la ley, y el oficio busca dignidad.
Así nacen espacios como Arquitectos de Abogados. No por nostalgia, sino por necesidad.
Porque hay que volver a unir lo que nunca debió separarse: saber técnico, palabra jurídica y sensibilidad frente al conflicto.
Quizás, entre las ruinas de un país que se vino abajo, Arquitectos de Abogados no sea solo un nombre.
Sea una forma de resistencia. Un intento de reconstrucción.
Recuerdo la vez en que un cliente me trajo un plano firmado por un arquitecto que nunca pisó la obra.
Esa fue la primera vez que entendí que el título ya no garantizaba nada. Desde entonces, entendí que no alcanza con saber: hay que estar. Hay que responder.
También recuerdo un caso donde una familia me trajo un dictamen jurídico firmado por un abogado que jamás había visto el expediente completo.
Solo bajó un modelo de internet, cambió los nombres y lo cobró. Nadie explicó el fondo del conflicto, nadie acompañó el proceso.
Esa escena me dejó claro que ya no basta con una matrícula: hace falta criterio, humanidad y compromiso.
Teodoro Rubén Potaz
Arquitectos de Abogados
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