Tras su primer y exitoso ensayo en Poblenou, este ambicioso proyecto que incrementa un 91% las zonas verdes en el entramado urbano, ha conseguido incluso el visto bueno de los comerciantes
Detrás de casi cualquier proyecto ambicioso y con vocación transformadora suele haber al menos un visionario. En el caso de las supermanzanas de Barcelona (en catalán, superilles), ese papel de gurú, por mucho que él rechace la palabra, corresponde a Salvador Rueda, ecólogo urbano barcelonés nacido en 1954. Un hombre del que se ha llegado a afirmar que se dedica a «transformar las ciudades para salvar el planeta».
Su última gran intervención, junto con el director de Modelo Urbano del Ayuntamiento de Barcelona, Ton Salvadó, ha sido la supermanzana de Poblenou. La primera de una serie de 20 «pacificaciones» previstas, como las llama el consistorio, y que, en esencia, consisten en el cierre al tráfico rodado de grupos de un mínimo de cuatro manzanas adyacentes. Es decir, áreas de no menos de 16.000 metros cuadrados: 400 metros x 400 metros, lo que miden cuatro manzanas del trazado de cuadrícula octogonal del ensache barcelonés, diseñado por el urbanista Ildefons Cerdà en 1860.
Criticada en un principio por llevarse a cabo con nocturnidad y alevosía, la supermanzana de Poblenou ha conseguido duplicar las zonas verdes y reducir más de la mitad la cantidad de coches en el área. No solo eso: ha transformado la zona en un lugar de vecindad, con arte y juegos en la calle.
Por todo ello, y también por la controversia que levantó —que sirvió para suscitar un profundo debate ciudadano sobre «la contaminación y la invasión del espacio público por parte de los coches»—, el proyecto obtuvo en 2018 una mención del Premio Europeo del Espacio Público Urbano. El jurado internacional del galardón destacó que el proyecto bacelonés «demuestra que las calles no son solo una infraestructura para la movilidad, sino lugares que ofrecen múltiples oportunidades para la interacción social y, por tanto, pueden y deben recuperarse para la vida diaria».
Cuando no se puede hablar a un metro de distancia sin gritar
Rueda empezó a hablar de «grandes espacios peatonales», el primer esbozo de las actuales supermanzanas, ya en 1987, cuando trabajaba para el Ayuntamiento de Barcelona en la elaboración del primer mapa sónico de la ciudad. Aquella Barcelona no padecía aún las cotas de degradación del aire que se registran en la actualidad, pero sí tenía ya un importante problema de contaminación acústica.
El objetivo del plan municipal era reducir el volumen de ruido en la mayor parte de la ciudad a ese máximo de 65 decibelios por encima de los cuales ya no es posible tener una conversación a un metro de distancia sin elevar la voz. Muchos puntos concretos rebasaban por entonces con creces esa cifra y Rueda se dio cuenta de que el problema planteado respondía a una lógica binaria bastante obvia: allí donde hay coches, hay ruido. Y donde no hay coches, hay silencio, que es sinónimo de salud y de bienestar.
En su intento de contribuir a la creación de una ciudad más silenciosa y saludable, Rueda propuso ya en ese año 1987 la peatonalización total o parcial de cuantas más calles mejor, sobre todo en el abarrotado y estridente centro de la ciudad, para combatir así el uso «inadecuado, abusivo e ineficiente del coche». El proyecto, ignorado en gran medida en su día, ha ido mutando a lo largo de los años, casi siempre con Rueda como padre intelectual y principal impulsor.
Objetivo: salvar 3.500 vidas anuales
Hoy ya no aspira solo a silenciar la ciudad y a reducir el número de atropellos, sino también a mejorar la muy deficiente calidad del aire de toda el área metropolitana hasta situarla por debajo de los límites de polución máxima que recomiendan tanto la OMS (Organización Mundial de la Salud) como la Unión Europea. Un objetivo que, según se calcula, salvaría alrededor de 3.500 vidas anuales en la zona.
Según resume Rueda, la ciudad ha recorrido un largo trecho desde finales de los ochenta, sobre todo en la época de reforma urbanística acelerada del alcalde Pasqual Maragall, que en su opinión hizo un gran trabajo «transformando el litoral y el espacio público, ampliando aceras y poniendo jardines en fincas o naves abandonadas». Pero ese esfuerzo racionalizador y humanizador tuvo un grave defecto: «Se dejaron los coches». La ciudad se preparaba para proyectarse al gran mundo gracias a un acontecimiento de la dimensión global de los juegos olímpicos. La sostenibilidad y la ecología no eran por entonces las máximas prioridades.
Cada caso concreto se trata de manera específica y, además, se consensúa en la medida de lo posible a través de un proceso de participación vecinal abierto por el Ayuntamiento. Pero el objetivo general es, en todas las iniciativas, dedicar el espacio pacificado —en definitiva, arrebatado a los coches y devuelto a los ciudadanos— a incrementar las zonas verdes, áreas de ocio gratuito, espacios culturales e incluso iniciativas comerciales como las ferias y mercados eventuales.
Resultado: el doble de zonas verdes y menos de la mitad de coches
Pero el caso es que Ayuntamiento tomó buena nota, actuó en consecuencia y, como declaraban varios vecinos a El Periódico de Catalunya en noviembre de 2018, la contestación vecinal se fue desinflando y las pancartas acabaron desapareciendo. Los gestores municipales aceptaron dedicar gran parte del espacio pacificado a actividades propuestas por los propios vecinos, como un parque infantil, un área de pícnic o pistas de petanca y tenis de mesa.
Fuentes municipales consideran que la controversia inicial que rodeó esa primera supermanzana y la manera en que la situación fue reconduciéndose acabó suponiendo una «vacuna» contra el rechazo visceral a la idea. La prueba de ello sería que la inauguración en primavera de 2018 de la segunda de estas grandes áreas pacificadas, la que rodea el tradicional mercado de Sant Antoni, fue acogida de manera muy positiva tanto por los vecinos de la zona afectada como por el grueso de la ciudadanía.
Arte público y nuevos espacios para la interacción social
Superada la resistencia inicial, la pionera supermanzana de Poblenou está ahora en pleno proceso de consolidación y embellecimiento. El año pasado se dio el primer paso para crear en ella un museo al aire libre con la instalación de seis esculturas de la serie Guardianes, del artista parisino de origen catalán Xavier Mascaró. Se trata de figuras esculpidas en hierro colado de tres metros de alto y dos de ancho que pesan alrededor de una tonelada cada una y se asientan sobre bases de hormigón de 60 centímetros. Cada una de las piezas, pertenecientes a una serie más amplia que Mascaró inició en París en 2007, presenta una textura y un grado de oxidación diferente.
Situadas delante del Museu Can Framis, estas esculturas de guerreros desarmados y meditantes, mudos custodios de un espacio que se pretende consagrar al ocio y la cultura popular, han sido donadas por la Fundació Vila Casas y forman parte del fondo de arte público de la ciudad. El propio artista saludó esta donación como la perfecta oportunidad para que el arte «salga a la calle, lo que supone una manera de invitar a la gente a vivir la cultura».
¡Reciba GRATIS nuestros boletines de Peritajes Edilicios, Arquitectura Legal y Acústica Legal por email!